En las primeras páginas de mi último libro describo una conversación con mi primer novio (la conversación tuvo lugar hace año y medio; el noviazgo, treinta y cuatro) en la que él me insiste en que siempre tiene la sensación de llegar tarde a todo.
Un “siempre” y un “todo” en la misma frase son peligrosísimos y, casi siempre, mentira.
Afirmo, también en esas primeras páginas, que yo no comprendo qué es llegar tarde a algo que no tenga una fecha y hora concretas: una cita en el médico, una sesión en el cine, el comienzo de una clase. Si estás vivo, puedes estudiar, escribir, divorciarte, cambiar de trabajo, cambiar de nombre, cambiar de ciudad, aprenderte. Cambiar, en definitiva. El caso, confieso, es que no estaba aplicándome mi propio cuento y había aparcado una labor que me propuse desempeñar el pasado 28 de abril. Como no lo hice el 28, ni el 29, ni el 3 de mayo, lo deseché.
Hasta que llegó la idea de estas cartas semanales de tres minutos, hasta que escribí la primera, y la segunda. Hasta que me contagiasteis vuestra ilusión al recibirlas que se convirtió en mi ilusión al relataros.
Así que hoy, 22 de septiembre, voy a escribir sobre Mi concierto de Serrat en Nueva York. Chimpún. Porque nunca es tarde si la dicha es buena. Y lo es. Lo fue.
Algunas conoceréis el principio de la historia si me seguís en Instagram: el 26 de abril yo volaba a Nueva York para pasar un mes allí. El mes más deseado de la historia de la humanidad. A Iberia se le cae el sistema de facturación enterito. A facturar manualmente, toma ya. Dos horas en la cola. Delante de mí, un chaval que hablaba catalán por teléfono, delante de él un grupo de tíos de lo más heterogéneo. Dos horas dan para hacerse muchas preguntas ¿Serán amigos? No, tienen edades demasiado diferentes ¿Serán familia? No se parecen en nada ¿Trabajarán juntos? No tienen pinta de ejecutivos que van a Nueva York en tropel. El chaval del teléfono en catalán resolvió mis dudas: son la banda de Serrat, que mañana tocan allí. Les conozco porque yo también soy músico.
Serrat. Nueva York. Allí. La banda. Parraque inminente.
Me retrotraigo ahora a diciembre de 2021: Serrat anuncia su retirada. Tristeza, nostalgia, nudo en la garganta. Deja de cantar el señor del tocadiscos de mi madre; el señor que me recuerda mucho a mi padre porque tienen la misma edad, los mismos vaqueros, el mismo aire de tío despistado, listo y cachondo mental. Se va gran parte de la banda sonora de mi vida, de mi Barcelona. Juré por lo más sagrado que iría a uno de sus conciertos de despedida, o a varios. Porque lo que es increíble y asqueroso es que jamás le haya visto en directo, con la de tardes que pasaba pegada a la tele y a las cintas de vídeo beta en las que grababa sus actuaciones.
Pero la vida se me tragó y yo no compré las entradas. No veré a Serrat. Llego tarde, esta vez sí.
O no.
Y es que esta historia que hoy dura más de tres minutos (perdón) existe porque, contra todo pronóstico, quedaban entradas para el Beacon Theatre de Broadway. Tres concretamente. En tercera fila, pasillo. Increíble, pero cierto.
La pantalla contándome que estoy comprando Section ORCH1, Row CC, Seat 1. April 27, 2022. Esa es MI entrada, estaba escrito.
Ni me lo pensé, porque tiene sentido preguntarte si quieres o no convertirte en testigo de un hecho histórico. Tienes que serlo. No hay opción cuando intuyes que ese recuerdo te acompañará hasta el final de tus días, brillando en el pódium de los momentos felices, emocionantes e irrepetibles. Cuando entiendes que lo irrepetible es un tesoro de valor incalculable. Mi primer concierto de Serrat sería el primero de su gira de despedida. El día en el que yo llegaba a Nueva York después de tres años, tras una pandemia surrealista y marciana que nos cortó las alas.
Viva la vida.
Hago cola, nerviosa perdida, rodeada de gente que habla español y que es entrevistada por el mogollón de cámaras de televisiones porque, insisto, esa noche era, es, historia. Piso la moqueta del Beacon, un teatro construido en 1920, tan antiguo y tan bonito. Observo a otras personas tan inquietas, impacientes y emocionadas como yo.
Llego a mi asiento: Section ORCH1, Row CC, Seat 1.
El mejor asiento del mundo, en pleno pasillo, con el micro ante el que me cantará Serrat a una distancia ínfima, ridícula, extraordinaria.
Más que mariposas, águilas en el estómago. Los músicos salen, las luces se apagan. Yo, que ya quiero aplaudir porque de alguna manera tendré que contarle al mundo que no hay nadie más feliz en la galaxia entera.
Serrat que aparece, el teatro tiembla. El aplauso, por fin, ya no podía más. Las lágrimas, de sopetón y por sorpresa, a chorro por mi cara. Sobre el escenario: el cantante, mi historia, la historia de mis padres, la historia de un país, o de varios.
El tocadiscos de mi madre, los vaqueros de mi padre.
Las canciones que se te meten debajo de la piel y entre los huesos. El mosqueo por no haber ido antes a escucharle. La alegría inmensa porque ese rato, por improbable, es mágico.
Serrat cantando y hablando sobre cantar, sobre la vida, sobre la verdad de la vida. Las lágrimas a chorro, todavía, porque es eso o explotar. Pensar que Serrat es como las raíces, los cimientos que llevan ahí desde siempre y que lo saben todo (otra vez siempre y otra vez todo, pero esta vez para bien).
Y querer convertirme en Penélope, en Lucía e incluso en Curro “El palmo”. Sentir que sin ti no entiendo el despertar, que sin ti mi cama es ancha. Ser mediterránea a más no poder. Pedirle a Serrat, por lo bajinis, que no se vaya nunca, si us plau. Grabarme en el alma cada nota, cada gesto, cada frase para tirar de rentas cuando me falte la inspiración. Estar muy contenta y muy triste al mismo tiempo. A ver qué hago yo con mi vida cuando termine el concierto. Cómo supero este vacío existencial. Al menos estoy en Nueva York, eso lo mejora todo.
Por más que me resistí, el concierto acabó. Salí del teatro antiguo y bonito. Hacía frío, ya se sabe, el clima impredecible de Nueva York. Me subí a un taxi que atravesó Central Park para llevarme a mi cama de la Avenida Lexington con la calle 90. Al llegar, necesité urgentemente vaciarme sobre el papel, pero me notaba como el tapón de una botella de champagne que han movido demasiado. Una cosa es vaciarme y otra muy diferente explotar, así no me gusta escribir. Mañana será otro día. La vida se me tragó, otra vez. Menos mal que nunca es tarde. |